El 3 de febrero 2020, en igual de celebrar mi cumpleaños y después de 3-4 días de fiebre de origen “desconocido”, viajé por la mañana a Guadalajara, con Gladys, Luis y Natalie. Sospechaba tenía endocarditis infecciosa después de una limpieza dental. Del aeropuerto nos fuimos directos al hospital donde ya me esperaban mi tío y médicos amigos. Tuve la primera sedación de mi vida para el ecocardiograma transesofágico, que demostró un filamento en una valva mitral redundante, pero sin prolapso, y se confirmó la endocarditis. Siguieron 2 catéteres de PICC y 45 días de antibióticos intravenosos. Al coquetear con el desastre, por primera vez me sentí vulnerable, irónicamente con una patología infecciosa cardiovascular.

Tuve la fortuna de que el diagnóstico y tratamiento precoz me llevaran a la curación sin complicaciones ni secuelas de ningún tipo, inclusive integridad valvular. La enfermedad se portó noble.
Entonces comenzó un periodo de reflexión, y COVID-19 llegó a México, una enfermedad con participación notable de múltiples especialidades, inclusive la cardiología, que ha resultado ser pandemia y pandemónium. En marzo decidí que tenía que aprender de esta nueva patología y que mejor que hacer un escrito para tratar de conocerla a fondo, y quizá contribuir en algo. La primera versión (66 p) de COVID-19 se subió al internet el 24 abril, la segunda el 24 mayo (139 p) y la tercera el 24 de junio (229 p).

Al final del camino, la pandemia de COVID-19 me ha enseñado algo que se suponía ya sabía, lo único que cuenta, si realmente queremos ayudar a los enfermos, es la evidencia sólida. Todo lo demás es ignorancia disfrazada de buenas intenciones. Traducido a la clínica, es una alta probabilidad de no ayudar y si dañar, y se supone que el mantra del médico es primero no dañar. No debemos ser rehenes de nuestra ignorancia, pero si debemos ser presos de la evidencia.

Debo reconocer, con humildad, que ante el impacto brutal de COVID-19, en mi propia práctica y sin la posibilidad de inclusión de los pacientes a estudios aleatorios, no resistí la tentación de utilizar compasivamente fármacos sin evidencia, siempre y cuando la relación riesgo-beneficio fuera buena. Es difícil abstenerse ante la desesperación de los pacientes, y la tentación es todavía más grande cuando un ser querido se enferma. Sin embargo, este no es el ideal ni lo que como médicos debemos motivar, y es que como mencionó Susan Dominus, “El equilibrio (“equipoise”) clínico es una caracterización elegante de una admisión modesta; no tengo idea de cuál de estas elecciones es mejor”. En palabras del bioético Arthur Caplan: “El compromiso con los esfuerzos arriesgados para rescatar a los pacientes fue más fuerte que el compromiso con la ciencia, lo que ralentizó los resultados y es posible haya costado más vidas”

En esta cuarta versión, me han hecho el honor de acompañarme como colaboradores 7 distinguidos cardiólogos y amigos: Dr. Jaime Ernesto Angulo-Ortiz, Dr. Efraín Gaxiola-López, Dr. Carlos Morales-López, Dr. José Santomé-Sasaki, Dr. Jorge Francisco Trejo-Gutiérrez, Dr. José Luis E. Velázquez-Ceceña, y Dr. José Luis Velázquez-Cuadras. Para todos ellos mi sincero agradecimiento, y el reconocimiento de que su valiosa aportación es directamente proporcional a las mejoras de esta cuarta versión.

Como mencioné en el prefacio de la “Guía Práctica para el Cardiólogo” hace 20 años, me sentiré muy honrado si en algún momento de decisión o indecisión lo escrito logra ser de su utilidad.